Tempus Fugit



Esto de la Semana Santa, especialmente en Sevilla, tiene la virtud a la vez que el problema de que el tiempo se escapa, de la fugacidad.

Vivir todo un año para morir en una Semana, para agonizar en 60 cofradías y más de un centenar de pasos que, cuando se pierden por la siguiente calle, por la puerta de su iglesia o a lo lejos en el mediodía de una amplia avenida se acaban.

Y al acabarse comienza otra vez ese gusano anterior que le esperará el año que viene en la esquina de siempre, o en la acera de nunca, buscando nuevas sensaciones y redescubriendo uno a uno todos los detalles de ese paso que un buen día analizaste pero del que nunca recuerdas todo. No da tiempo. Es la fugacidad.

Por tanto, cada vez me resulta más complicado saborear y paladear esos momentos que ya nunca se van a repetir, y que casi sin avisar de su inicio ya se están acabando.

Me sentía anonadado a la vez que apesadumbrado cuando el exquisito palio de los Dolores de San Vicente, a los sones de la imprescindible Jesús de las Penas alcanzaba el refugio de la puerta de su parroquia.

Embriagado pero apenado mientras la Virgen de las Aguas seguía los pasos del impresionante Cristo de la Expiración con una batería de marchas alegres que hacía que la Oliva despertara a todos los vecinos de la collación por Alfonso XII.

Entusiasmado a la par que melancólico cuando, otra vez, el crucificado del Desamparo y Abandono salía a su barrio. Aún sin mí abajo, pero por fuera, el Cerro vivía esa simbiosis en cofradía y barrio que sólo él sabe crear, como siempre, con su mar de gente tan auténtico que hace de sus calles patrimonio de la humanidad de una mañana cofradiera en Sevilla.

Asombrado y anestesiado cuando la Virgen de los Dolores de Santa Cruz, ganaba Mateos Gago mientras La Madrugá hacía en mí otra vez más despertar la emoción como ninguna otra marcha hace, o cuando el impresionante misterio de Jesús ante Anás, tras el que actúa la sevillanísima Sinfónica de las Cigarreras, toma la plaza de San Lorenzo sin ningún aspaviento y tan decidido como hacía unas horas salía de ella.

También en San Lorenzo asistí una vez más al agridulce momento en el que la Soledad ponía el punto y final, pase lo que pase antes o después, inmersa en un sinfín de esos cantes que seguro que se crearon para entonarse en ese preciso momento. No hay mejor manera de despedirse, en un compendio de instantes del que no se puede desaprovechar ni uno solo. Perderíamos mucho si así fuera.

Pero si tuviera que resumir esta Semana Santa en un instante, ese lo encontraría en los escasos minutos en que la Virgen del Valle transitaba por Cuna hacia Laraña. Tan fugaz y tan intenso como esa vuelta magistralmente mandada por Pepe Luna con Valle de Sevilla en la que sus ojos verdes se fijaban ya en la certeza de que la Anunciación, y el final del más clásico Jueves Santo, estaba cerca. Ahí sí que fui capaz, con mi costal en la mano, de disfrutar y sentirme envuelto en un ambiente único e irrepetible. Sé que no se repetirá, que será un momento único que nunca será igual aunque espero que sea parecido porque no quiero perderme, ni una sola vez más, al palio elegante por excelencia en esos momentos en que Sevilla no sabe en qué día vive.

Y sólo me faltas tú, Esperanza.

Un Saludo

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